Cinco inviernos, la última entrega literaria de Olga Merino nos regala un impagable recorrido emocional por sus cinco años de estancia como corresponsal de El Periódico en Rusia, entre 1993 y 1998. De forma pausada y con un gran ejercicio de contención, retoma su diario personal de estos años para ofrecernos, además, un conjunto de vívidas estampas moscovitas y un retrato de Rusia de una época de enorme atractivo para el lector.
Sin caer en el chascarrillo de sus andanzas como periodista, ni en el morbo a la hora de desvelar intimidades, Olga Merino mantiene un admirable equilibrio entre la voz de la joven que llega a Moscú con 28 años y la de la mujer escritora actual con la que alterna su relato. Nos encontramos así ante la mirada de una joven cuya aspiración es escribir y la de la escritora que cuestiona su olfato periodístico; la lectora atenta que recorre páginas de la literatura indispensable para entender un país y la observadora excelente que detiene su mirada en todo aquello que le circunda. Todas las miradas contenidas en la corresponsal responsable que atiende a las imposiciones de la actualidad periodística para ofrecer una visión cercana de lo que acontece.
Lejos de presentarse como una corresponsal que llena sus páginas de grandes hazañas, narra los momentos terribles que le tocó cubrir (la guerra en Chechenia, por ejemplo) con una humildad sorprendente y una reflexión medida y crítica de los hechos, frente al estilo de otros profesionales que los presentan como un alarde de “yo estuve allí”. El gesto de Olga Merino ennoblece las páginas de este libro, donde entrelaza su voz personal con el retrato muy veraz de esos años: la entrada del capitalismo salvaje, las carencias que sufrió la población rusa durante todo ese período, etc. Y al mismo tiempo, nos va mostrando las circunstancias que han forjado la mentalidad del pueblo ruso: “Cuando vienen mal dadas, los rusos se encogen de hombros y repiten la expresión pozhivem i uvidim (mal traducido, viviremos y veremos). Están adiestrados en la adversidad”.
La autora recoge además un amplio ejemplo de palabras rusas muy concretas, con las que nos muestra cómo el lenguaje define a un país y su idiosincrasia. Por ejemplo, la palabra avoska. En una escena, Merino describe a niños y personas mayores recogiendo las manzanas caídas al suelo en una avenida de Moscú y las meten en una bolsa de nailon, la bolsa se llama avoska, (“por-si-acaso”), y dice: “Se trata de una costumbre nacida de las penurias soviéticas que ha pervivido justamente en el tiempo: no se sale de casa sin una avoska en el bolsillo del abrigo o en la bandolera porque uno no sabe con qué puede tropezarse por el camino”.
Las primeras entradas del diario son muy ilustrativas: lenguaje, humor, escenas que ve en la calle, rasgos típicos de la cultura y el modo de vida de un país que abandona el sistema soviético para adentrarse en la economía de mercado, además de reflexiones personales y el cotidiano acontecer de su vida en Moscú. El libro es al mismo tiempo crónica y trabajo de memoria, que nos muestra la forja de quien quiere ser escritora y la construcción de una personalidad propia.
Cinco inviernos es, sin duda, un libro para disfrutar, conocer y pensar. Toda una sesión de buena y gratificante lectura. Olga Merino es también autora de La forastera, novela que ya nos dejó huella de su talante narrativo.
Lourdes Rubio, Librería Noviembre
El último verano de la URSS. Del mar Báltico al Mar Negro en tren. Sara Gutiérrez
Ilustraciones de Pedro Arjona
El último verano de la URSS. Del mar Báltico al Mar Negro en tren es un libro de viajes en toda regla: nos descubre paisajes, ciudades, modos de vida, sociedades distintas y las impresiones sobre las vivencias de tan singular itinerario; además de incluir ilustraciones de original trazo en perfecta sintonía con el texto. Sin embargo, este trabajo de la traductora, escritora, periodista y estupenda oftalmóloga, Sara Gutiérrez, es mucho más que la descripción de un recorrido por algunas de las repúblicas de la Unión Soviética.
El viaje de Gutiérrez nos conduce desde la ciudad de Járkov (hoy Ucrania), hasta San Petersburgo (entonces Leningrado) y de allí, siempre viajando en tren y por la noche para ahorrarse estancias en hoteles, pasa por Tallin (Estonia), Riga (Letonia), Vilna (Lituania) y las ciudades ucranianas de Lvov, Odesa en el Mar Negro y Kiev.
Con una prosa ligera y locuaz, humor y la apariencia de contar un recorrido de dos jóvenes estudiantes sin mayor pretensión, la autora, con mucha perspicacia, va desgranando cómo era la Unión Soviética, a través de múltiples anécdotas, en un momento en el que ya se intuía su disgregación. Para una estudiante española becada por el ministerio soviético de Educación, el trayecto en tren, en el verano de 1991, suponía una experiencia impregnada de exotismo. Además, había pasado todo el curso en una residencia de estudiantes, muchos de ellos rusos, a través de los cuales pudo conocer de primera mano cómo se desarrollaba la vida cotidiana en la URSS. El paso de Jarkov al exhaustivo recorrido en tren, le abrió los ojos a otras realidades, pero, sobre todo, le descubrió las singularidades de su compañera de viaje y amiga Yulduz, originaria de Uzbekistán.
Como en una novela, Yulduz, el personaje antagónico de Sara, paradigma de racionalidad, se nos revela con intensidad y nos muestra la otra cara de la moneda de la gran república de los trabajadores. Muy literariamente, sin esfuerzo aparente o deliberado, las dos amigas atraviesan en tren paisajes desconocidos y, como si de un Quijote y un Sancho se tratara, se baten contra todos los molinos a su paso.
A lo largo del viaje Yulduz descubre al gigante enorme que tiene ante ella. La libertad de movimiento de su amiga occidental, le muestra con claridad todas las limitaciones que sufre por su condición de mujer, el país de donde procede, la religión y el medio en que creció: un contexto social que la llevará al matrimonio y al maltrato.
Este viaje propiciará el conocimiento y la forja una amistad que durará años. He aquí uno de los rasgos más atractivos del libro: la reflexión en torno a esta circunstancia.
En tono ameno, el viaje de Sara Gutiérrez nos descubre un paisaje humano único, lleno de sensaciones, curiosidades de la época, experiencias y la esencia de todo buen viaje: encuentros, dilemas y paradojas (no exento de crítica y admiración). Una auténtica travesía llena de sutilezas, y complicidad con el lector. No estaría de más acompañar esta lectura con las canciones de Víktor Tsói (el equivalente ruso de Kurt Cobain): murió muy joven y sus canciones son todo un símbolo de la caída de la URSS. En especial, la canción Changes, de 1986, que trata sobre cambios y libertad.
Lourdes Rubio, viajera, periodista y crítica literaria.
En tierra de Dionisio, María Belmonte
Ed. Acantilado
¿En qué momento comienza realmente el viaje?, se pregunta Michael Onfray en Teoría del Viaje.
María Belmonte nos regala un evocador relato con el que dar el primer paso hacia la gran aventura que late en el viaje (en clara diferencia con los viajes de aventura, más adrenalínicos, y con los que no debemos confundirlo). Como en sus anteriores libros, Peregrinos de la belleza y el maravilloso Los senderos del mar, seguimos sus huellas, andamos junto a una escritora que ya forma parte de la genealogía de los grandes viajeros.
Escribe la autora: “los viajes o ciertos lugares nunca se olvidan, especialmente si antes de visitarlos los hemos cargado de mitos y poesía”. Y con la lectura de este libro iniciamos el viaje a la tierra de Macedonia, a una Grecia diferente y real, fronteriza y desarraigada. Verde, misteriosa y oscura, muy alejada del estereotipo o imagen idealizada del Grand Tour de la Grecia del sur, luminosa y clásica.
Un movimiento ya iniciado por otros, y que María Belmonte nos muestra siempre con generosidad para que también podamos seguir sus pasos y beber de sus fuentes: Lawrence Durrell, Theo Angelopoulos, Mark Mazower, Vernon Lee, Rose Macaulay, Fani-Maria Tsigakou, Edith Hamilton y tantos otros que nos impulsan a profundizar en la lectura.
Lo extraordinario del libro son los dos viajes que nos propone la autora. El primero es un recorrido histórico desde la época helenística de la dinastía de los Argeádas con Filipo II y Alejandro III, pasando por su floreciente etapa bizantina y otomana, hasta la Grecia actual, con sus conflictos y preocupaciones; porque conocer y comprender es “amar anticipadamente”.
Sin embargo, lo sugestivo de la propuesta de María Belmonte es el viaje interior, el segundo, que nos presenta de manera tan apasionada. Es a través de la contemplación del paisaje, de la mirada posada en la belleza de las ruinas, como podemos experimentar “el espíritu del lugar”. Es en soledad y silencio como intuimos el misterio y la claridad del mundo. Es la imaginación el medio por el que vemos lo invisible.
En el capítulo dedicado a la moderna y populosa Tesalónica, María Belmonte describe la ciudad como un gran palimpsesto en el que diferentes ciudades se suceden unas a otras guardando vestigios de las anteriores. Existe un continuo, una realidad viva y real que abarca los restos de un pasado y un presente complejo marcado por la condición de territorio fronterizo. En estos vagabundeos por el norte de Grecia, la autora nos revela todas las capas de esta realidad con palabras bellas y emocionantes, que irradian su profundo amor por el paisaje griego.
Para los que lo conocemos un poco, hay ciertos detalles, a los que la autora presta tanta atención, muy reconocibles, que nos conmueven y transportan a una tierra vívida: la hospitalidad y carácter de sus gentes, y los bancos. Esos bancos de madera, humildes, solitarios, siempre oportunos invitándonos a gozar del tiempo que nos es dado. Sin prisas. Como aconsejamos leer este magnífico libro.
Mónica Bernat, lectora y librera.
ESTADO DEL MALESTAR
Nina Lykke
Gatopardo ediciones, noviembre 2020
Parodiando el estado de bienestar tan elogiado de la Europa del norte, Nina Lykke, especialista en estudios de género y autora de prestigio en Noruega, nos conduce de la mano de la protagonista de su historia, una médico de familia, por la cotidianidad del país nórdico haciendo una reflexión profunda sobre el mundo de hoy en día.
Estado del malestar es un relato sutil que produce en el lector una especie de incomodidad en sintonía con la protagonista de la historia. Elin es médico de familia y a raíz de retomar su relación con un antiguo novio, bien entrada ya la cincuentena, se cuestiona su trabajo, las relaciones sociales, su matrimonio, la familia y la sociedad en general. Durante unos días vive en su consulta y mantiene una especie de diálogo con Tore, un esqueleto de plástico que preside su despacho a modo de decoración. Las respuestas mordaces de este interlocutor muestran la esencia de lo políticamente correcto y hasta dónde se puede o no se debe llegar.
El repaso que Nina Lykke hace de la sociedad contemporánea es somero, la familia no es una relación idílica y muchas veces, las prestaciones sociales tampoco lo son. La sociedad se ha vuelto más vigilante y las tecnologías facilitan esa vigilancia al igual que propician y nos empujan al consumo: “Siempre hay ordas de profesionales en el camino, empleados a tiempo completo cuya profesión y oficio consiste en animarte a avanzar….pasar un buen rato con el juego, con las compras, “solo se vive una vez”, es importante desconectar, venga, que no es para tanto”.
Al igual que algunas de las series televisivas de los últimos años (Borgen, Cuando la ceniza se asienta o Exit), Estado del malestar nos deja adivinar que las sociedades nórdicas tampoco son tan envidiables, ni el modelo a imitar por los “bárbaros del sur”. El mundo no es perfecto en ninguna parte, tiene sus aristas, rugosidades, malentendidos. No hay ningún modelo excelente en el que no exista también los estados de desazón. Como bien indica el título de la novela de Nina Lykke, los seres humanos no siempre estamos satisfechos con el curso de nuestras vidas, aunque étas hayan sido lo elegido, no tengamos grandes problemas o vivamos en la sociedad de la abundancia. Entre otras cosas, el imperio de las tecnologías y la comunicación es muchas veces una trampa, Elin la protagonista describe así el control al que nos someten los teléfonos móviles: “por entonces me disgustaba el teléfono y ahora lo odio. (…)Finge ser modernidad y progreso , pero es obra del diablo, Satán se ha instalado en estos cacharros y nos tienta con puntos verdes y rojos que nos anuncian que alguien nos desea, que nuestra existencia importa, mientras que en realidad nos conduce al pecado y la depravación. Nos han colonizado, pero no lo sabemos. Nos ha colonizado Satán”.
Galardonada con el Premio Brage 2019, uno de los premios literarios más importantes de Noruega, Estado del malestar es una historia convincente acerca de las crisis personales en una persona de mediana edad, crisis que nos ayudan a ver las grietas de nuestra propia personalidad y de la sociedad en la que vivimos. De lectura fácil y entretenida es una puerta abierta a conocer la frialdad y el aburrimiento de una sociedad bien pensante, en la que apenas existen las carencias materiales y en la que la moralidad también se rige por las raíces de una cultura luterana-protestante que ha dejado su huella. Un texto que nos incita a pensar sobre el escaparate del estado de bienestar.
Lourdes Rubio, viajera, periodista y crítica literaria
Una guía sobre el arte de perderse
Rebecca Solnit
ed. Capitán Swing
La celebrada autora de Los hombres me explican cosas y Wanderlust. Una historia del caminar aparece de nuevo en nuestro panorama editorial con un interesante texto escrito anteriormente, en concreto en 2005. Un trabajo a modo de ensayo en el que además se incluyen notas autobiográficas en clave psicoanalítica. El arte de perderse recoge nueve textos breves en los que Solnit intercala recuerdos y experiencias personales, cuatro de ellos unidos bajo el título de El azul en la distancia recopilan reflexiones sobre lecturas, arte, cine, música y experiencias de personajes históricos, como la del explorador Álvar Núñez Cabeza de Vaca o la excéntrica vida de personajes como Yves Klein, que se reclamaba como el iniciador de una nueva era: la era azul. La autora muestra también a través de estas páginas sus conocimientos sobre la historia y la geografía americana así como su deleite ante la grandeza del desierto.
Una guía sobre el arte de perderse es, como su nombre indica, un trabajo lleno de claves a través de las cuales la autora nos conduce por caminos insospechados en los que el silencio, el aislamiento, la presencia del infinito ante nosotros no es más que una manera de encontrarse. Al principio del libro la autora ya señala: “No perderte nunca es no vivir, no saber cómo perderte acaba contigo, y en algún lugar de la terra incógnita que hay entre medias se extiende una vida de descubrimientos”. Un libro intenso, lleno de referencias en las que el lector puede detenerse para agrandar la mirada sobre el mundo y la esencia del ser. Las digresiones de la autora acerca de la geografía, de los personajes que incluye en su ensayo son una proposición en toda regla, una extensa carta de propuestas para descubrir territorios que desconocemos, en ocasiones muy cercanos, y que propician el autoconocimiento.
De alguna manera, con su mirada propia y explícita, Rebecca Solnit construye a través de estas páginas un breviario para la búsqueda de nosotros mismos, su receta particular no trata del vértigo que propicia la prisa, sino todo lo contrario, la capacidad para ir hacia delante ante lo desconocido, recogiendo la memoria de todo aquello que nos ha habitado, para, a partir de ahí, aprender a perdernos, sentir todo aquello que la vida, el entorno, la naturaleza nos ofrece. Lo explica sucintamente en una anécdota personal cuando, celebrando con unos amigos el día de la Independencia en algún lugar de Nuevo México, sale a pasear sola por la pradera cercana y al alejarse, no demasiado, percibe el entorno en el que se encuentra y refiere: “Me detuve antes de perder de vista los árboles; aquel día no estaba preparada para desaparecer por completo en aquella inmensidad. Puede que esos espacios sean el mejor acompañamiento que he encontrado, para la verdad, la claridad, la independencia”.
Sin lugar a dudas, El arte de perderse es un libro de una belleza muy especial, toda una invitación a la reflexión personal, una propuesta para desarrollar la capacidad de transformarse, de conocernos. En definitiva, una sutil sugerencia para indagar y disfrutar de la vida consciente.
Y añadiendo una nota musical a este inteligente texto de Rebecca Solnit, recomendamos, incluso para los que odian la música country, dejarse seducir por la mágica y quebrada voz de la cantante Tanya Tucker, aferrarse al volante y perderse por alguna carretera secundaria o de interior de nuestra singular provincia. No es el Death Valley o la reserva nacional Mojave de la California natal de la autora, pero la experiencia puede ser muy similar.
Lourdes Rubio, viajera, periodista y crítica literaria
Ava en la noche
Manuel Vicent
Ed. Alfaguara, 2020
Con independencia de cualquier preferencia o gusto, Manuel Vicent tiene un marchamo de calidad propio, que le precede a todo lo que escribe. Lo de él es gastronomía de alto nivel: creación, personalidad indiscutible, contundencia, olor, sabor… Si habláramos de gastronomía así lo definiríamos porque sus platos salen siempre a la mesa con una presentación impecable, un cuidadoso trabajo de la forma, una elaboración esmerada e ingredientes debidamente sopesados, con los que nos regala los sentidos. De eso se trata, de sentir, ver, oler y hasta tocar, degustar ese plato de gran intensidad que prepara para sus lectores, conceptualmente bien diseñado, con alma, con toda la esencia de uno mismo. Si no fuera así, sus libros, sus artículos de prensa, no dirían nada, como no lo dice la cocina de falsete y piruetas que sólo pretende epatar y no pasa por el gusto propio y la voluntad de transmitir, comunicar o compartir.
El símil de la gastronomía para hablar de la obra de Manuel Vicent, no es baladí, su obra entera está plagada de referencias a la cocina, a los olores y el sabor del Mediterráneo y de la vida. Su obra es diáfana y está impregnada de todo aquello que constituye su hábitat: la memoria, las sensaciones que van unidas a ella, la literatura, el cine, la música, el deseo, el mar, la comida, la política, en definitiva, el ejercicio de vivir. Ava en la noche, su último trabajo, es todo esto, pero también un testimonio de un tiempo de asfixiantes tonos grises, de una página de nuestra historia triste, rala, de una pobreza cultural lamentable, de una vida cotidiana de miserias indecibles.
A través del protagonista del relato, David Arnau, Vicent hace un detallado retrato de la España franquista. El joven valenciano, que al terminar los estudios de derecho se va a Madrid porque quiere ser director de cine, nos conduce a través de su viaje de iniciación por un Madrid de luces y sombras, y nos muestra la pesadumbre de una época en la que el garrote vil blandía aún toda la fuerza del franquismo. El mitómano protagonista del relato que busca encontrarse con Ava Gadner, en una de sus noches de juerga por bares y locales de fiesta de la noche madrileña, espera, en ese encuentro la realización del sueño perseguido desde adolescente entre las ruinas de un balneario. Pero será la realidad y su crudeza, el sabor salado de las lagrimas quienes le harán comprender que los sueños, en muchas ocasiones, no se cumplen.
Vuelve Vicent a visitar, en estas páginas, Valencia, el hotel Voramar en Benicàssim, el cine de Berlanga, páginas que nos remiten al Tranvía a la Malvarrosa y a otros de sus libros. Nos trae anécdotas, ficciones y verdades envueltas en personajes reales como el asesino José María Jarabo o Billy el niño. Nos remite a excentricidades de una época envuelta en papel de estraza, en la que un trozo de atún en escabeche comprado en el ultramarinos era un trozo de gloria, un tiempo en el que ….los camareros servirían chatos de vino en vasos mojados y tres filas de gente abatidas contra los mostradores de estaño pedirían a gritos ensaladilla rusa, patatas a lo pobre, pajaritos fritos, gambas con gabardina y mejillones al vapor, cuyas valvas arrojadas al suelo crearían un crujiente pastizal mezclado con serrín bajo los zapatos de los clientes, quienes animarían a los extranjeros a tirar las cáscaras al suelo para demostrar que en España había libertad aunque solo fuera la de tomar el aperitivo de pie sobre un basurero.
Ava en la noche es una novela sobre el despertar, la toma de conciencia, el encontronazo con la dura realidad y es, además, un paseo por las páginas más rancias de la historia, no muy lejana, de nuestro país. En ese paseo Manuel Vicent adereza su texto con referencias e imágenes en las que hace gala de su virtuosismo, de su prosa clara, visual. A golpe de cincel, concienzudamente, construye un relato que se lee con deleite. Cada capítulo es un fotograma, se ve, se palpa, se huele, se siente. Vicent nos muestra el lado tierno y amargo de la existencia y todas las controversias que la envuelven. Sin duda, añade una vuelta de tuerca a su obra para presentarnos, con gran elegancia, una historia en blanco y negro que además de entretenernos nos hace pensar. En un alarde afrancesado de chauvinismo, no encontramos mejor expresión para exclamar ante estas páginas un ¡Voilà impeccable! El socorrido “olé, olé y olé” español, nos parece ahora, con todo el envalentonamiento qué está viviendo la derecha, prosaico, primitivo, de mal gusto. Nos recuerda demasiado una época de nuestra historia que desearíamos que no hubiera existido.
Lourdes Rubio, viajera, periodista y crítica literaria.
Perdido en el paraíso
Umbero Pasti
Editorial Acantilado
Fecha de publicación marzo 2020, año de la pandemia de coronavirus. Año en que los humanos desearon un mundo nuevo.
La lectura es el vehículo más sofisticado que tenemos para viajar, para conocer otras tierras, modos diferentes de estar en el mundo. Perdido en el paraíso navega entre la biografía, y el libro de viajes, entre la espiritualidad que se esconde en la belleza de un jardín y el encuentro con los otros. El autor, comparte su particular búsqueda y encuentro con la Arcadia añorada, real, sencilla, donde las luces y sombras se juntan y bailan dando paso a la danza de la vida.
Umberto Pasti construyó un jardín en el pueblo de Rohuna, en la costa atlántica de Marruecos, al sur de Tánger. Un lugar inhóspito, duro, donde sus habitantes, los campesinos y pastores yebalis viven en condiciones de escasez y pobreza. Un lugar habitado históricamente por fenicios, romanos, árabes, piratas, portugueses, españoles de los que todavía se pueden encontrar las huellas bajo la capa de olvido.
El extranjero, el nazrani Umberto llegó a estas tierras para crear un jardín, pero no uno cualquiera. Sin apenas agua y con muchas dificultades, diseñó un jardín silvestre que acogiera y diera refugio a la mayor cantidad posible de plantas autóctonas y de árboles frutales: adelfas, salvias, ajenjos, tomillos, jaras, madroños, algarrobos… Mil y una especies que transformarán una tierra pedregosa y seca en un maravilloso vergel, cobijo de abejas, jilgueros y halcones. Rescatadas en su mayor parte de las cunetas de carreteras, autopistas y urbanizaciones porque, como denuncia el autor, el desarrollismo depredador destruye el territorio, apaga formas de vida sin proponer otras, unifica cuerpos y rostros, borra la cultura e historia del pueblo yebali. Un pueblo campesino sin alternativas, un pueblo vaciado, ¿nos suena?, cuya única opción es formar parte de las viviendas colmenas de las zonas “prósperas”.
El bello jardín de Rohuna no lo creó un solo hombre, fue posible por la colaboración de muchos trabajadores yebalis. Pasti estableció conocimiento y vínculos profundos con los vecinos de Rohuna, amistades, al fin y al cabo, en las que el dolor también está presente, porque las diferencias culturales son parte de las relaciones que complican el entendimiento con los otros. Será el sentimiento de pertenencia a Rohuna, el sentirse parte de una comunidad y, finalmente, la fraternidad, lo que hará posible aceptar estas diferencias y transcenderlas.
Perdido en el paraíso es un canto a la belleza de la naturaleza, un saber ver, no un campo verde sino las particularidades y diferencias, los diversos y sutiles colores que podemos encontrar en él. Es un aprender a vivir de otra manera. Pasti nos transmite la espiritualidad que contiene también la materia, lo rudo, lo sencillo. Es un cambio rotundo de perspectiva que queda expresada en la frase que aparece en las primeras páginas:
“Fue mi buena estrella la que puso estas dificultades en mi recorrido: de jardín, para poder existir, ser yo mismo, me vi obligado a transformarme en jardinero”.
Convirtámonos en jardineros, en cuidadores de la tierra que nos da belleza y sustento, en cuidadores de nuestros vecinos más próximos y de los más lejanos. Éste es el gran mensaje de Perdido en el paraíso.
Mónica Bernat, lectora y librera.
EL AROMA DE LA LITERATURA
La editorial Errata Naturae rescata, para los amantes de la literatura, y la rusa en particular, la edición de Crónica de una silencio, de Lidia Chukovskaia, Traducido impecablemente por Marta Rebón, al igual que los otros dos textos de la autora: Sofía Petrovna e Inmersión.
En esta ocasión nos presenta un testimonio desolador acerca de la persecución a escritores en los años setenta. El texto de Lidia Chukovskaia es una muestra más de la esquizofrenia de un régimen que, no sólo intentó acallar la voz de todos aquellos que disentían con sus principios, sino también manipular a los escritores para que sus creaciones se acomodaran a los intereses de la sociedad soviética. Para ello se creó en 1934, por iniciativa del Comité Central del Partido Comunista, la Unión de Escritores Soviéticos, órgano burocrático del que Maxim Gorki fue el primer presidente.
El testimonio de la autora no tiene desperdicio. El retrato que hace del ambiente, la mediocridad y la sumisión de muchos de los escritores empleados en el organismo es escrupulosamente detallado. Con trazo firme y claro, muestra la servidumbre de la Unión de Escritores en aras de unos ideales soviéticos (que estaban muy alejados de la autonomía y la libertad de expresión). Nos muestra también la arbitrariedad a la hora de calificar de antisoviético todo aquello que molestaba o se alzaba con voz propia, o mínimamente crítica al protocolo y estatus establecido para los escritores. Lidia Chukovskaia desgrana una seria reflexión acerca de los límites que el escritor debía aceptar, la sensación de culpabilidad, en algunos casos, por aceptar la extirpación de la memoria a la que la sociedad soviética era sometida, por silenciar las detenciones, los crímenes, las condenas a trabajos forzados a las que fueron sometidos muchos de sus congéneres y hablar, en definitiva, de los logros del socialismo y no de los errores como si nada pasara. ¿Cuál era el límite hasta donde podía aguantar un escritor? ¿Y hasta dónde atreverse a escribir sobre la mentira? La autora describe cómo ella misma, con sus escritos, se siente como una calculadora ante las concesiones que debe o no hacer para poder publicar otros textos, hasta que, sintiéndose que mantenía “una lucha casi silenciosa, en la que ya no era aplicable la aritmética” se jura así misma: “prefiero no decir nada sobre una víctima asesinada que mantener la boca cerrada sobre su muerte al narrar su biografía. ¿Es la decisión correcta? ¿Es equivocada?”.
En Crónica de un silencio, Chukovskaia aporta datos y detalles muy esclarecedores acerca de los procesos que se siguieron en las sesiones de expulsión de autores como Solzhenitsin. Vladímir Kornílov o Lev Kópelev, además del de ella misma en 1974. Un proceso de expulsión que además suponía la no publicación de sus libros o artículos en ningún medio escrito de toda la Unión Soviética. Chukovskaia cuenta cómo los autores censurados publicaban en samizdat (distribución ilegal de escritos inéditos durante el periodo soviético posterior al Deshielo) y cómo, a causa de las prohibiciones, igualmente proliferó el tamizdat (ediciones de autores emigrados que llegaban de contrabando desde el extranjero). En el libro se mencionan además detalles del mundo literario de la época. Se incluyen recuerdos y anécdotas sobre grandes poetas y escritores como Anna Ajmatova o Boris Pasternak, se explica la consideración literaria como crítico y escritor de cuentos para niños de su padre, Kornei Chukovski, y describe su entrañable relación con el autor de Archipielago Gulag, con el que compartió, antes del exilio, la dacha de su padre, en Peredélkino, la colonia de autores cercana a Moscú.
En esta crónica, la autora repasa su propia creación literaria, haciendo mención y autocrítica a algunos de sus escritos y en especial a la novela Sofía Petrovna que circuló en samizdat y no fue publicada en Rusia hasta el año 1988. Del vergonzoso proceso al que fue sometida por sus colegas, a edad ya madura con graves problemas de salud y la vista muy deteriorada, se desprende, sobre todo, no sólo su amor por la escritura y el oficio, sino el respeto y admiración al mundo literario. Y así dice: “El aroma de la literatura es similar al de la fraternidad (y al del bosque que rodea la casa)”. De igual forma, en la carta abierta que escribe a Mijáil Shólojov, autor de El don Apacible , le señala: “piense en el significado de la literatura rusa. Los libros de los grandes escritores rusos enseñaron y enseñan a la gente no de manera simplista, sino profunda y sutil, mediante un variado análisis social y psicológico, a penetrar en las complejas causas de los errores humanos, las transgresiones, los crímenes, las culpas. En esa convicción radica el significado humanizador de la literatura rusa.”
Encomiable el trabajo de traducción realizado por Marta Rebón y el singular complemento del glosario realizado por Ferran Mateo. Crónica de un silencio incluye también en los anexos la carta a Shólojov, el artículo La ira del pueblo, que Chukovskaia entregó a un periodista americano para que pudiera publicarse fuera de Rusia, y uno de los motivos que aceleraron su expulsión de la Unión de Escritores Soviéticos. Próximamente, Errata Naturae publicará también las numerosas conversaciones y vivencias que, durante más de veinte años, mantuvo la autora con Anna Ajmatova.
Crónica de una silencio es uno de esos libros que nos permiten conocer la adoración tan inmensa que en Rusia existe por los poetas y escritores, Chukovskaia lo muestra en numerosos ejemplos a lo largo de todo el libro, al igual que los innumerables padecimientos que sufrieron muchos de ellos y el silencio al que se vieron sometidos desde los primeros años de la revolución de octubre hasta bien entrada la época postsoviética. Son los versos de Mandelstam la clave con la que la autora de estas páginas nos lo muestra en su artículo La ira del pueblo, incluido en el libro:
Vivimos sin sentir el país a nuestros pies,
nuestras palabras a diez pasos no se oyen.
Y cuando osamos hablar a medias
siempre evocamos al montañés del Kremlin.
Quienes gusten de conocer las circunstancias creativas en las que se desarrolló la vida literaria de conocidos escritores rusos, encontrarán en esta crónica un material de enorme valía para disfrutar con el detallado recuento de Lidia Chukovskaia.
Lourdes Rubio, viajera, periodista y crítica literaria.
Si hay una imagen que pueda resumir la historia de Los niños del Borgo Vecchio además de su portada, que nos remite a los personajes de la novela y el espacio en el que viven, sería el Cristo de la Buchería del pintor Miquel Barceló. Una pintura que realizó en la derruida iglesia cercana al mercado que da nombre al barrio, también en la ciudad de Palermo. La exposición del pintor mallorquín recreaba una espiritualidad pagana y hasta brutal, la iglesia en ruinas había servido de burdel, como lugar para tener las caballerías y fue utilizada por los traficantes de droga. La negrura, la intensidad de sus pinturas, nos adentraban en la espesura de un barrio en pleno corazón de la ciudad no muy distante del mar. Exactamente igual que el de Borgo Vecchio que tan minuciosa y profundamente nos describe Giosuè Calaciura, exactamente el mismo paisaje, la misma crudeza, la misma ciudad.
No sabemos muy bien la época en la que transcurre el relato, pero probablemente esté muy cercana a la infancia o adolescencia del autor. El indicio de esta suposición es el caballo Naná, el paseo en carro por entre las calles del barrio. Pero la época no importa mucho, la esencia de la historia que nos cuenta Calaciura está en las vicisitudes de la vida de los protagonistas y los habitantes de Borgo Vecchio. Los tres niños Mimmo, Cristofaro y Celeste son testigos de una realidad cruel que inunda las paredes de ese tenebroso espacio en la ciudad de Palermo. Sólo el aroma del pan y la toma de conciencia de un delincuente común como Totò que asoman entre las crudas páginas de la novela y la ternura de la mirada de Mimmo, el narrador, nos muestran los vestigios de un rayo de luz entre las sombras. Así es la vida, así de dura y lacerante para los habitantes del barrio.
Una novela intensa, de lectura rápida, escrita con sentimiento y precisión porque no se explaya en adjetivos elocuentes y excesivos para transportarnos al mundo que quiere describirnos. Una prosa realista con tintes poéticos que no nos alejan ni un momento del centro de atención: “Y descubrieron en éxtasis lo largas que eran veinticuatro horas. Y en su recuerdo minucioso, segundo tras segundo, sentían como se esfumaba toda la belleza de la vida”. Calaciura escribe con fuerza y claridad, dibuja un cuadro que va más allá de la pura imaginación de la ficción, su escritura nos remite al Naguib Mahfouz del “Callejón de los milagros”. De igual manera que leyendo las novelas del Nobel egipcio nos daba la impresión de pasearnos por el Cairo, en Los niños del Borgo Vecchio sentimos como paseamos por Palermo.
El lector recorrerá las calles y las tiendas de Borgo Vecchio, observará con detalle que las rodajas de mortadela se ajusten al peso del pedido, olerá la brisa del mar y el pan recién hecho, sentirá los golpes que recibe Cristofaro y el olor a alcohol que despide su padre borracho, se asomará al balcón en el que permanece Celeste cuando su madre Carmela, la prostituta del barrio, recibe a sus clientes, correrá con Totò huyendo de la policía, y comprenderá con Carmela, después de la traición, que la masacre no puede digerirse. Una pintura negra, que nos transporta hasta la imagen terrible de Saturno devorando a su hijo, hasta las cruentas pinturas de Barceló en Palermo. Sin embargo, entre las desgracias siempre hay una rendija por la que se cuela la perspectiva de algo mejor. Los niños del Borgo Vecchio no es una novela sobre lo fatídico, entre sus páginas no exentas de poesía se encuentra un halo esperanzador, el que viene de la mano de los que escapan por voluntad propia de la sordidez y el dolor que conlleva.
Lourdes Rubio, viajera, periodista y crítica literaria.